3.Visión del hombre moderno
Estos hombres no niegan a Dios… lo nombran, lo invocan, pero nunca han penetrado su grandeza y la bienaventuranza que puede hallarse en Él. Dios es para ellos algo inofensivo con lo que no hay que atormentarse mucho. La existencia misma de Dios nunca se ha interpuesto en su camino, gigantesca e inaccesible como una montaña. Dios queda en el horizonte como un volcán que está bastante lejos para no temerle, pero aún bastante cerca para darse cuenta de su existencia. A menudo Dios no es más que un cómodo refugio mental: todo lo que es incomprensible en el mundo o en la propia vida se le achaca a Dios: “¡Dios así lo ha hecho! ¡Dios así lo ha querido!”… A veces Dios es un cómodo vecino a quien se puede pedir ayuda en un apuro o en una necesidad. Cuando no se puede salir del paso, se reza, eso es, se pide al “Bondadoso Vecino” que lo saque del peligro, pero se volverá a olvidar de Él cuando todo salga bien. Éstos no han llegado hasta la presencia, hasta la abrumadora proximidad de Dios.
Al hombre siempre le falta tiempo para pensar en Él. Tiene tantos otros cuidados: comer, beber, trabajar y divertirse… Todo esto tiene que despacharse antes de que él pueda pensar con reposo en Dios. Y el reposo no viene, nunca viene.
Hasta los cristianos, a fuerza de respirar esa atmósfera, estamos impregnados de materialismo, de materialismo práctico. Confesamos a Dios con los labios, pero nuestra vida de cada día está lejos de Él. Nos absorben las mil ocupaciones, gentes de la casa, del negocio, de la vida social. Nuestra vida de cada día es pagana. En ella no hay oración, ni estudio del dogma, ni tiempo para practicar la caridad o para defender la justicia. La vida de muchos de nosotros ¿no es, acaso, un absoluto vacío? ¿No leemos los mismos libros, asistimos a los mismos espectáculos, emitimos los mismos juicios sobre la vida y sobre los acontecimientos, sobre el divorcio, limitación de nacimientos, anulación de matrimonios, los mismos juicios que los ateos? Todo lo que es propio del cristiano: conciencia, fe religiosa, espíritu de sacrificio, apostolado, es ignorado y aun denigrado; nos parece superfluo. Los más llevan una vida puramente material, de la cual la muerte es el término final. ¡Cuántos bautizados lloran delante de una tumba como los que no tienen esperanza!
La inmensa amargura del alma contemporánea, su pesimismo, su soledad… las neurosis y hasta la locura, tan frecuentes en nuestro siglo, ¿no son el fruto de un mundo que ha perdido a Dios? Ya bien lo decía San Agustín: “Nos creaste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. O bien, aquel que escribía: “Si me aparto, me Dios, de tu lado – inquieto y turbado – camino al azar. Y no es mucho que gima, Dios mío, - también gime el río – buscando la mar”.
En esas tremendas tragedias que son “El Cero y el Infinito” y “La Peste”, en ninguna parte aparece un rayo de esperanza, porque allí Dios está totalmente ausente, y en esa honda negrura que describe Georgiu en “La Hora 25”, el único rayo de luz viene de los que, como el P. Kaluga, tienen el sentido de Dios. el pesimismo brutal de Sartre, la angustia enloquecedora de Nietzsche, son el eco de su grito: “Dios ha muerto”. Esas obras, las más demoledoras que jamás se hayan escrito, son el veneno que está corroyendo el alma contemporánea y que suprimen de su espíritu, junto con la dignidad del hombre, la confianza, la confianza en la paternidad divina y toda alegría.
Continuará...
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